sábado, 27 de abril de 2013

Libertad de expresión y de acción.



Desde ese momento empieza el ejercicio de la libertad de acción o autoexpresión, su libertad y autoridad para actuar (exousía: Mc 1,22.27 par.; 2,10 par.; 3,15; 6,7; 11,28s.33 par.; Jn 5,27; 10,18, etc.). Jesús está lleno de amor a la humanidad, y el Espíritu le ha comunicado la capacidad de amar propia de Dios mismo. Ese amor se expresará en su actividad, sin reconocer trabas ni respetar obstáculos. Dondequiera vea Jesús a los hombres en situación de falta de vida, sea por la opresión, el hambre, la ignorancia, la renuncia a la libertad, allí manifestará su amor, procurando hacerlos salir de esas situaciones, aunque para ello tenga que chocar con los prejuicios, los usos establecidos o la oposición abierta de las autoridades religiosas y civiles de su tiempo. Esa libertad lo llevará a la muerte. 

La libertad de acción de Jesús está implícita en muchos detalles de los relatos evangélicos. Así, por ejemplo, en el episodio de la enseñanza en la sinagoga de Cafarnaún, Marcos señala que Jesús «entró en la sinagoga e inmediatamente se puso a enseñar». Según este relato, Jesús no pide permiso ni espera invitación para ejercer su actividad en el local público y oficial. Es una muestra a la vez de su libertad y de su autoridad. Esta última está explícitamente mencionada a continuación, describiendo la impresión que causa su enseñanza (1,22: «estaban impresionados, porque enseñaba con autoridad, no como los letrados»). 

Jesús actúa con libertad, aunque esto ponga en peligro su vida. Así aparece en la perícopa del hombre del brazo atrofiado (Mc 3,1-7a). Veamos qué representa este hombre. En el relato evangélico es el único fiel presente en la sinagoga en un día de sábado. En efecto, en la narración aparecen solamente los fariseos, el hombre y Jesús; no se menciona un público que presencie la curación ni que reaccione ante ella, al contrario de lo sucedido en la liberación del endemoniado (Me 1,27). Esta extraña ausencia de otros participantes en el culto sinagogal no se explica más que admitiendo que el inválido representa a los judíos que sábado tras sábado asistían a la sinagoga y escuchaban la predicación. 

El carácter representativo del personaje hace que su invalidez tenga un sentido figurado. «El brazo» o «la mano», representan la creatividad, la iniciativa del hombre, la libertad de acción. Pero el brazo está «seco/atrofiado», sin vida. El pueblo que asiste a la sinagoga se ve privado de iniciativa y de libertad para actuar.
Según los fariseos, es el precepto del sábado el que prohíbe/impide curar la invalidez del hombre, y están al acecho para ver si Jesús lo cura y denunciarlo. La obligación del sábado que se inculcaba en la sinagoga aparece así como la causa de la situación del pueblo. Pero, según la escuela farisea, el sábado no es más que el precepto supremo, cuya estricta observancia incluye la de toda la Ley. Es la interpretación farisea de la Ley, que programa la vida del hombre, la que lo priva de libertad e iniciativa y lo mantiene en la dependencia. 

El episodio muestra que Jesús se propone sacar al pueblo de esa situación, dándole la libertad de que carece. Para ello, intenta hacer comprender a los fariseos lo irracional de su postura, haciéndoles una pregunta: «¿Qué está permitido en sábado: hacer bien o hacer daño, dar vida o matar?»; es decir, Jesús les pregunta qué es lo que pretendía Dios al instituir el sábado: si el bien o el mal del hombre. Ellos, obcecados en su ideología, no responden. Jesús, a pesar del peligro que entraña para su vida, emprende su labor de liberación del pueblo, que alarma a los partidarios del régimen, tanto religiosos como civiles (3,6).

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